Un maremoto recorre y azota Europa, política y económicamente hablando, desde que hace unos días el primer ministro griego, Yorgos Papandreu, anunciase la convocatoria de un referéndum popular para que el pueblo griego decidiese si quería o no ser "rescatado" por la Unión Europea, en otras palabras, si querían que el BCE y el FMI inyectasen dinero a los bancos griegos para salvarlos de la quiebra. Y todos sabemos que estos "rescates" no son gratuitos, que es un dinero prestado y que se tiene que devolver con intereses, pero se da el injusto, irracional e incomprensible hecho de que no es la propia banca la que devuelve el dinero que le es prestado, sino que esa deuda se socializa entre el conjunto de los ciudadanos, que son los que acaban pagándola a base de recortes, de drásticas bajadas de sueldos, de despidos masivos, de subidas de impuestos y de privatizaciones de servicios públicos.
Desde la aprobación del primer rescate, que trajo consigo la brutal avalancha de recortes sociales en Grecia, el malestar social subió como la espuma, la calidad de vida cayó en picado y las primeras manifestaciones contra el poder político corrupto y contra las exigencias de la élite financiera europea no se hicieron esperar.
En el presente año, la situación económica de Grecia ha ido empeorando segundo a segundo, se han ido liquidando derechos y servicios básicos en pos de "contener el déficit", hasta el punto de que la situación se ha hecho tan insostenible que muchos en Grecia abogan por la salida del euro y volver a su moneda nacional, lo cual es comprensible porque con las actuales exigencias de la Unión Europea y el empeño del BCE en no devaluar la moneda, Grecia no sólo no puede, ni podrá, hacer frente a su deuda, sino que además es incapaz de reactivar su economía, y como consecuencia, de mejorar un ápice el descontento social.