lunes, 17 de enero de 2011

El pueblo tunecino: El ejemplo


¿Alguien había oído hablar de algo relacionado con Túnez hasta hace un mes? En España hasta ahora se hablaba de Túnez como uno de nuestros destinos turísticos favoritos.

Detrás de esa cortina de delicioso paraje turístico y lugar tranquilo se escondía un régimen autoritario, que llevaba instalado en el gobierno desde 1987, año en que Zine Al Abidine Ben Alí tomó el poder a través de un golpe de Estado. Después modificó la Constitución para poder presentarse indefinidamente a elecciones, denunciadas repetidamente por organizaciones de derechos humanos y la oposición como fraudulentas.
Tras deponer al que fuera presidente de Túnez entre 1957 y 1987, Habib Burguiba, Ben Alí dirigió el país de forma personal, otorgando privilegios y concentrando el poder en muy pocas manos. El régimen se convirtió en una cleptocracia dirigida por los Trabelsi, la familia de la primera dama y esposa de Ben Alí.

Son muchas las voces discordantes que le culpan de haber ignorado los derechos humanos y los valores democráticos, acusaciones que él siempre negó. Ben Alí rechaza las críticas que le achacan haber amañado las votaciones, y llegó a comunicar que procesaría a todo aquel que se atreviese a "difundir mentiras para dañar la imagen de Túnez".

Con un gobierno proestadounidense, y considerado un Estado modélico en la zona por Occidente, Túnez es el socio norteafricano de la Unión Europea que más ayudas recibe. Las ayudas exteriores, junto a los ingresos provenientes del turismo, la industria manufacturera y los fosfatos, habían hecho de Túnez un país relativamente próspero, hasta que estalló la crisis económica mundial en 2008.

Con la crisis, la inversión extranjera cayó en picado (un 33% en 2009) y se dispararon los precios de los productos básicos, pero el país habría podido mantener el tipo de no ser por la persistencia de sus dos grandes problemas endémicos: el paro y la corrupción.
El paro, que afecta sobre todo a la juventud, en una nación donde dos tercios de la población es joven (el 55% es menor de 25 años), supera el 15%, y las políticas del Gobierno para atajarlo han sido inexistentes o ineficaces.

La corrupción y el nepotismo han sido la seña de identidad del régimen. Las grandes empresas están en manos de los Trabelsi, la familia del hasta ahora presidente Ben Alí y su esposa, Leila. Muchas de ellas han sido expropiadas en aras del "interés nacional", y la redistribución de las grandes ganancias que estas empresas generan brilla por su ausencia o se reduce a asociaciones de solidaridad, controladas también por el partido oficial.

Junto al descontento económico, la falta de libertad ha sido el otro gran factor que ha acabado agotando la paciencia de los tunecinos.
Túnez es un Estado policial de confidentes, donde se controla hasta el último correo electrónico, y en el que la censura, desde los libros y los medios de comunicación hasta las redes sociales en Internet, está a la orden del día. Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado la existencia de cárceles secretas, desaparecidos, registros domiciliarios sin orden judicial, palizas...

Existen tres partidos de oposición, pero apenas tienen fuerza y están aislados (las elecciones las gana siempre el partido del Gobierno con porcentajes superiores al 80%). Y al igual que en Egipto o Marruecos, el régimen ha ido debilitando o eliminando las estructuras sociales intermedias (partidos, sindicatos, asociaciones) capaces de plantar cara al poder.

Estas razones son las que movieron a la población tunecina a salir a la calle y manifestarse contra el régimen desgastado y corrupto de Ben Alí.
La chispa que prendió la mecha de la revuelta popular se dio el pasado 17 de Diciembre, día en que Mohamed Bouazizi, un joven desempleado con estudios superiores, se inmoló a lo bonzo en la localidad de Sidi Bou Zaid denunciando abusos administrativos, después de que la Policía le confiscara su carrito con fruta y verdura con el que vendía en la calle, alegando que carecía de permiso.
Ésto, unido a las causas de crisis económica, laboral y la corrupción generaron una oleada de revueltas sin precedentes, que obligaron, primero, a la destitución del Ministro del Interior, Rafik Belhaj Kacemm, y segundo, a la disolución del Gobierno, decretándose el estado de excepción, a la vez que se declaraba un toque de queda en que se autorizaba a la Policía a disparar contra todo sospechoso que no obedeciera las órdenes policiales. El toque de queda se extendía desde las 17:00 a las 6:00 horas, prohibiéndose la reunión de tres o más personas en la calle.
Horas después, Ben Alí huía del país con toda la familia Trabelsi y se refugiaba en Arabia Saudí, no sin antes sacar una tonelada y media de oro de las arcas públicas con un valor de 45 millones de euros.

Durante este mes, las revueltas populares se han extendido por numerosas ciudades de Túnez, y se ha recrudecido la represión policial, lo que ha causado ya decenas de muertos, pero eso no ha conseguido aplacar al ya cansado pueblo tunecino de los abusos de un régimen falsamente democrático, y que contaba con el beneplácito de los Estados Unidos y de la Unión Europea.

Las demandas económicas y sociales dieron pronto el lógico paso a la exigencia de libertad y democracia, y la oleada ha resultado ser incontenible. Ben Alí está huido, el Gobierno disuelto; los europeos, pendientes de una posible evacuación, y la gente, esperando al fin unas elecciones que se han anunciado ya para dentro de un mes.

Todavía es una incógnita lo que saldrá de esta transición, pero sin duda tendrán que venir cambios. El pueblo tunecino ha reaccionado, ha logrado tumbar a un régimen dictatorial, y su ejemplo puede servir como revulsivo para los pueblos de otros países de la zona del Magreb que sufren males parecidos, como es el caso de Egipto, en donde Mubarak acaba de ganar otra vez unas elecciones tildadas de farsa por la oposición, mientras crece la tensión y la violencia contra la minoría cristiana y por la marginación de los islamistas.
Tampoco podemos olvidar los casos de Libia con Gadafi, o de Marruecos, sumido en un conflicto con el Sáhara, cuya población ya ha intervenido en contestaciones sociales por el deterioro económico, la corrupción del régimen y la represión de la policía y el ejército marroquí contra los ciudadanos saharauis.

De cualquier manera, sea bienvenida toda contestación social contra los regímenes corruptos y autoritarios.
Pero lo que me sigue resultando inadmisible es que aún a sabiendas de que el de Ben Alí en Túnez era de un régimen de dudosa moral, una dictadura, los diplomáticos de los Estados Unidos y la Unión Europea hacían la vista gorda respecto a la represión y la vulneración y poco respeto hacia los derechos humanos. La apariencia democrática del régimen les era suficiente y no deseaban inmiscuirse en la forma de hacer las cosas de su mayor aliado norteafricano. Intereses y conveniencia.
Sin embargo, éstos mismos no dudan en perseguir y condenar a países como Cuba y Venezuela (y sus sistemas) en cuanto se huele el más mínimo atisbo de disidencia (y si no lo huelen, se lo inventan).
La hipocresía es la bandera de Occidente.

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